Se apaga la luz del día y se encienden las guitarras afinadas en el teatro de la Axerquía. El tedioso calor consigue pase vip al limbo de los olvidos pasajeros, lo empujan dos horas de rock patrio y mayúsculo de 091 que dan lustre al disparo de salida de un festival, que ya brilla de motu proprio, en su 36ª edición.
A la hora indicada, huérfanos de telonero alguno, el escenario se llena de vatios. Los Cero empiezan con su típico tema de apertura Palo Cortao y no es un palo de ciego. Aun en ausencia del Pitos, hasta que llegue el momento de la armónica, este tema desposeído de letra es el perfecto detonador. La primera gota que electriza el ambiente de lo que será una tempestad eléctrica en toda regla. Tormenta que hará las delicias de más de dos mil entregadas almas sedientas, después de veinte años cruzando el desierto. Hay emoción para todos. El público es diverso, están los que los vieron en su vida anterior sobre las tablas de la época, quienes sabían de ellos pero solo pudo capturar sus discos y quienes llegaron después del “pseudobito”. Ahora todos son testigos y beneficiarios del milagro.
En honor a la verdad, basado en mi percepción, los primeros temas: Zapatos de Piel de Caimán, Debajo de las Piedras y El Lado Oscuro de las Cosas sonaron un poco acopladas. Nada grave, que se subsanó con rapidez y que en ningún caso limitó la fuerza con que esas canciones se proyectan sobre el respetable. Imagino que hay parajes tan increíbles para un concierto, como es el caso, que cobran un diezmo sonoro.
Poco a poco todo fue encajando sobre el escenario donde el oscuro era el color dominante, si exceptuamos la camisa blanca con topitos de José Antonio, el front man de voz privilegiada que además sostiene él solo la industria de las maracas. Prefecta su sinuosa presencia, gafas de sol incluidas, sobrio en los comentarios pero enérgico y elegante en la ejecución. Si alguien espera que recoja el polvo del suelo o salte del escenario al público, que se olvide. El Pitos no hace esas cosas, pero lo que hace merece nota.
091
He hablado al principio de tormenta eléctrica y para eso hacen falta guitarras, en este caso las hay y bien dispuestas a dejarse notar. Tanto la maravillosa SG de José Ignacio como la Les Paul del Chico Lapido no dejan de atronar en canciones como Huellas, Si Hay Tormenta, El Baile de la Desesperación o La Calle del Viento.
Se buscan, se encuentran, se gruñen, se contestan, estallan o se callan, preguntan y contestan caen en el frenesí en solitario o se apegan a un baile mutuo para el deleite general. En mi caso consiguen la transfiguración de mi parte perceptible de la realidad hasta un totum revolutum sensorial que me zarandea hasta alinearme con un otro yo obsesionado en flotar entre acordes y compases. Explota el acerico que llevo por corazón lanzando lejos la multitud de alfileres que lo saetean y se llena, por gracia de la gravedad, de poesía vital que me resetea el ánimo. Sé que es solo música, pero por eso mismo sé que no todo está perdido. No olvido que para que todo esto fluya, para que todo este en el sitio adecuado, necesitamos el toque de lo que subyace. En este caso hablo de Jacinto, con el inseparable bajo, y Tacho al fondo. Ambos sostienen, con el ritmo preciso, los cimientos de toda la obra. Sin duda el conjunto suma más que las unidades.
Si la memoria no me falla, hubo dos momentos donde el maestro saco a escena la guitarra acústica que fueron en Nubes con Forma de Pistola y la increíble canción de El Espantapájaros, a solas con el Pitos y la armónica. Un momento más calmado, donde casi se oye más a una multitud de profanos en el canto a coro que a los propios artistas. Perfecto como antesala del arreón final donde sonarían, como viene siendo habitual en esta Maniobra de Resurrección, Que Fue del Siglo XX, Como Acaban los Sueños y La Vida que Mala Es. Nos dejan el final de una noche perfecta. Se confirma el fin cuando la luz artificial lo inunda todo. Fin que lleva en sí el germen de una nueva cuenta atrás: Nueve, … uno, ¡cero!