Y pudimos llorar todos sin una sola frase contingente. Eso lo dejaron para la emoción de las canciones y no para la soflama efectista. La personalidad de Luis Alberto sobre el escenario fue suficiente para saber que hacía “años de todo esto”. Y que “todo esto” se acababa.
Luego siguieron Rebel, Under Radar. Y un Outsider, temazo, que dice mucho de una banda que, si hubiese nacido en los Estados Unidos de América, sería uno de los “salvadores del rock” que tanto prescriben en la Rolling Stone americana cada quinquenio. Desde The Strokes, pasando por Death Cab For Cutie o Foo Fighters.
Siguieron In the Meadow, Medicines and Microphones. Y la muy coreada Sweetest Goodbay. Hasta llegar a las dos horas de bolo que se hicieron cortas. Y a la soledad de Luis Alberto en el escenario para interpretar Stop the clocks, con la banda luego a todo trapo, y con el público cantando sin necesidad de intermediarios. Un tema que bien podría ser el himno de una generación. “La generación de los no presentes”. Otra generación rota. Unos L.A. que desde el principio sabían lo que querían hacer. Y que además lo han hecho sin la publicidad que les hubieran podido dar los sellos “maisntream” para los que ha firmado sus discos.
Rock pesado, de guitarras luminiscentes y estrofas complejas y constreñidas. Un rock que reunió a más de novecientas personas en la Joy Eslava para despedirse de una banda que nunca se debió marchar.
L.A. demostraron sobre el escenario de la Joy Eslava ser consistentes y conscientes del rock’n’roll. Con un sonido fino y delectable, hasta el punto del corte sedoso de la mantequilla. Y se despidieron de Madrid habiendo aleccionado a una buna panda de jóvenes tirados a la cultura del festival. Para los últimos creyentes. |