Son las 21:15 aproximadamente y se apagan las luces del estadio. Aún, desde lo alto de la grada, se ve a rezagados que casi corren buscando su sitio. El espectáculo empieza con cierto retraso (aún a las 20:30 la platea estaba casi vacía). Los contornos de los instrumentos apenas se atisban, desde la distancia, entre una luz azul de mar profundo. Los murmullos se suavizan, se contiene el aliento. Los que repetimos, con la pregunta interior de qué hará esta vez. Los novatos, con la emoción e incertidumbre que implica la primera vez con Malikian. En cualquier caso, nos preparamos para escuchar, en la semioscuridad azul, las primeras notas de un violín que se intuye místico.
No es un violín. Un haz de luz ilumina la madera color cereza de un piano que de repente resalta cromáticamente en el azul. Y suena una cadencia elegante y armoniosa que comienza a atrapar al público, que aún cae más en el hechizo al presenciar en primer plano, desde las pantallas laterales, esas manos de piel café que acarician las teclas, y que comienzan luego a saltar juguetonas sobre ellas. Una grata sorpresa, pues la aparición del piano supone una novedad en el espectáculo al que Malikian nos tiene acostumbrados, y aporta ese toque dulce y elegante.
El pianista da muestra, en esos primeros instantes, de una pericia y sensibilidad propia de la gente de la que Ara se acompaña. Surgen de la semioscuridad azul el contrabajo y el violonchelo, y en ese oleaje de armonías, se unen finalmente dos violines y una viola. Así, la melodía se va creando, sin estridencias y envolvente, sin que nuestro actor principal sea de entrada el foco de las miradas. Aún unos instantes de armonías, cuando Ara se adelanta, la luz dorada le enfoca, y frota una nota sostenida con el arco, casi disonante… Y comienza el rock.
Ara Malikian
Se suceden unos cinco temas en los que acaso creemos atisbar una melodía clásica y algún toque klezmer, pero que mezcladas con la aparición de la batería y la guitarra eléctrica nos hace dudar de si acaso se trata de un clásico del metal sinfónico. La alternancia en ellos de períodos expresivos y alardes de virtuosismo forma parte del procedimiento habitual de Malikian. Envuelto finalmente en una psicodelia de luces y efectos, el artista termina el set como si la expresión de esfuerzo y concentración de su rostro, casi de dolorosa pasión, no hiciera honor a su esfuerzo real, pues las notas se escurren entre sus dedos fácilmente, como el respirar. Un Malikian que, como siempre, atrevido y sin prejuicios, se nos muestra como un Tino Casal del violín: pantalones de lentejuelas, chaleco de cuero negro, sin camiseta. Sus brazos tan sólo vestidos por sus tatuajes y una flor rosa en el ojal.
El sonido es, literalmente, perfecto. Las atmósferas y los matices de los instrumentos no contienen ninguna mancha acústica, y el ingrato estadio suena como un teatro real. Y, por supuesto, es una de las pocas ocasiones en las que se puede escuchar un violín que verdaderamente suena a violín, a madera, a una madera que casi puedes oler, con todo su despliegue de sonoridades y armónicos que, a veces, si cierras los ojos, parece que escuchas en un salón.
Después de la larga introducción, se incorpora, y a través de sus rizos vemos su mirada tierna, inocente y casi infantil que recorre el auditorio. Comienza entonces lo que los veteranos esperan y a los novatos maravilla: ese otro espectáculo paralelo que supone escuchar al músico hablar y presentar sus temas. Porque a veces dudas de si buscas al músico o al monologuista. Ara narra casi susurrando, en un español sibilante lleno de incoherencias gramaticales y equívocos que hacen aún más divertido escucharle. Es entonces, a través de estas narraciones, cuando se descubre el otro punto fuerte de Malikian: su extrema simpatía y bondad, su humor natural, su manera inocente de contar las cosas, que provoca cascadas de risas y crea una íntima conexión con el público entregado a sus anécdotas. A menudo, episodios sacados de los más oscuros sótanos de su existencia, de la existencia de los exiliados, pero tan cargados de humor y bondad que casi estamos asistiendo a las aventuras de un personaje de Dickens. Otras veces, el surrealismo y el disparate hablan de una retahíla de invenciones, pero no importa, la sonrisa es inevitable. Como punto débil, si hay que resaltar alguno, es quizá que al iniciado no sorprenden ciertas anécdotas y bromas, que ya ha contado en otras ocasiones, así como algún tema del repertorio. Eso hace perder un poco la chispa del espectáculo a los que repiten, aunque los ojos y oídos del novato estarán maravillados de principio a fin.
Los temas se van sucediendo, en la mayoría de ocasiones, introducidos por estas presentaciones, y siendo fiel a su estilo, suele alternar períodos de lento fraseo seguidos de momentos de virtuosismo. Alterna también entre el juego con los clásicos, pasando por versiones de rock o incluso la música experimental de autores como Björk. Los temas de procedencia armenia y klezmer son inevitables. Malikian nunca renuncia a sus orígenes, ello forma parte de la esencia más genuina de su personalidad musical.
Ara Malikian
Tan hermosos o más que los primeros, en esencia, versiones o temas procedentes del mundo clásico, son a mi parecer los temas compuestos por el propio Malikian. En ellos laten su corazón armenio y sus raíces, y son profundamente bellos. En cuanto a su técnica, obviamente el público busca el virtuosismo, el músico capaz de ser un renovado Paganini, el espectáculo de las cerdas de su arco nuevamente rotas por esa energía vibrante que, al tocar, hace saltar acrobacias de dedos y de piernas. Pero, en cambio, quiero resaltar esos momentos en los que el aria y la emoción pura son cantadas por un violín que acuna sentimientos. Es entonces cuando creo que hay verdadera magia. Cuando susurra, y tiene espacio para ir elevando las intensidades con el fraseo del arco mientras canta con los dedos. En esos momentos nos retrotraemos junto a él, y casi podemos sentir su propia experiencia, sus recuerdos, esos sótanos y garajes de los que instantes antes, entre risas, nos había hecho partícipes. Es entonces cuando parece que habla con el instrumento.
Otro punto fuerte del espectáculo es poder sentir ese mismo diálogo, esos mismos silencios y las mismas risas que establece con sus músicos, y ellos entre sí. El ambiente familiar y amistoso, donde todos bailan, forma un vínculo esencial entre ellos y se contagia al público, y sin duda crea unos lazos invisibles que tejen una música aún más especial. Una música que, en todos los aspectos, está claramente planteada para romper esa imagen estereotipada de que los instrumentos de cuerda frotada han de ser eminentemente clásicos o, de manera inversa, que la música clásica es aburrida. La música es y debe ser diversión, en cualquiera de sus modalidades. Y la explosión de estilos que promueve Malikian consigue acercar los clásicos a las mentes jóvenes y el rock a los mayores. Y el mestizaje cultural, a todos.
Porque es de admirar también que, por ejemplo, el último tema estuviera inspirado en los que arriesgan o dejan su vida, precisamente, en ese azul y profundo mar que parece que fuera evocado en los primeros instantes del concierto. Él mismo, exiliado y emigrante, al presentarles, comenta que todos sus músicos son extranjeros. Maravillosos profesionales que componen una banda perfecta a la altura del maestro en todos los aspectos, desde la técnica hasta el buen humor.