“Mi mente libra batallas pensando que alguien me da terrones de azúcar que endulzan mi amargura y abren pequeñas ventanas para respirar. Los pájaros incandescentes comienzan a volar (…) deja sonar la música solo una vez más” La letra no es mía, ya lo quisiera, pero concentra de algún modo el sentir de la sensación de volver a presenciar música en directo después de una larga sequía. Estar de nuevo en la cola, esta vez en la Sala Apolo, fue esa pequeña ventana que daba acceso al terrón de azúcar que conjura a la par amarguras y amagos de locura que suelen rondarme ante la ausencia de música en directo.
Hasta que no estás dentro no parece real. La sala, perfecta en dimensiones, te acurruca entre la barra y el recoleto escenario. No hay marcha atrás, no hay fuerza que detenga lo que solo es cuestión de minutos que ocurra. Imelda May volverá a darnos más de lo que recibe, a una hora en la que el día y la noche bailan en el filo de la navaja. A un lado la emoción, a otro unas expectativas sobrepasadas. Pero antes… [ crónica ]